domingo, 20 de mayo de 2012

“Pablo” de Elsa Bornemann


El pueblo se llamaba…
Chato y polvoriento, recostado frente al mar, era una cinta de arena y piedra oscura.
Sus habitantes echaron a rodar esa mañana de primavera como una moneda más, sin notar en ella nada diferente.
Al mediodía, la gente se arremolinó en el mercado del puerto, como tantas otras veces.
Aquello sucedió por la tarde. El silbato de un tren pasando a lo lejos fue el sonido que señaló el principio. Justo en ese momento, los pescadores quedaron con las bocas abiertas, mientras cantaban recogiendo sus redes. Y de sus bocas ya no salió ninguna palabra. Lo mismo les sucedió a los vendedores del mercado…
A las mujeres en sus cocinas…
A los viejos en sus sillas…
A los estudiantes en sus aulas…
A los más chicos en sus juegos…
Por más que intentaron, ninguno pudo decir ni siquiera una sílaba. Las caras se esforzaron, sorprendidas, una y otra vez. Fue inútil.
El silencio fue un poncho abierto oscureciendo al pueblo ¿qué pasaba?
De pronto, vieron cómo cinco, diez, cuarenta, cien, dos mil palabras saltaban al aire desde sus bocas silenciosas, tomando extrañas formas. Y tras ellas fueron, amontonándose en desordenada carrera, sin saber adónde los llevaría ese rumbo sur que señalaban.
Hubo quienes siguieron a la palabra “mar”, maravillados por esas tres letras verdes ondulando en la tarde…
Otros prefirieron marchar tras la palabra “sol”, partida en gajo de una enorme naranja…
Algunos se decidieron por la palabra “caracol”… o “viento”… o “telar”… o “mariposa”… o “cebolla”… o “vino”…o…
Pero la que congregó la mayor cantidad de caminantes fue la palabra “PAZ”. Ésa sí que deslumbraba, con una amplia zeta abierta como la cola de un pavo real…
No les fue posible seguir cada una en especial. Las palabras eran tantas, tantas, que muchísimas debieron volar en soledad, chocando entre sí en su afán de llegar primero a… ¿adónde?
Pronto lo supieron. La gente detuvo sus pasos ante una casa grande, mirando con sorpresa cómo por la chimenea, por las ventanas, por puertas y cerraduras, todas las palabras se precipitaban convertidas en una fantástica lluvia de letras.
Llovió durante un largo rato.
Entonces entendieron lo que había sucedido y un temblor los unió. Ésa era la casa de Pablo, el poeta, el hermano del amor y la madera, amigo de paraguas y copihues, caminador de muelles y de inviernos, timonel del velero de los pobres, voz de los tristes, de piedras y olvidados…
Ésa era la casa de Pablo, que acababa de morir…
Las palabras habían perdido su ángel guardián, su domador, su padre, su sembrador…
Ellas lo sabían… Por eso habían sentido su adiós antes que nadie y habían disparado en cortejo, para besar esa boca que ya no volvería a cantarlas…
La noche no se animaba aún a desarrollarse cuando dejó de llover. En ese instante, una niña desconocida salió de la casa de Pablo.
Su vestido blanco fue un punto de azúcar luminoso en la oscuridad. Su pelo en llamas se abrió en antorchas alrededor de su cabeza.
Entonces gritó “¡vida!” y la gente de aquel pueblo que se llamaba… atajó la palabra en movimiento y gritó “¡vida!”.
Entonces gritó “¡Tierra!” y un aullido coreado por todos rajó la noche: “¡Tierra!” Y gritó “¡aire!”… y “¡agua!”… y “¡fuego!”… a la par que de sus manos salían todas las palabras de Pablo, mágicas uvas que repartió entre los que estaban agazapados en torno a ella.
Y esas uvas se unieron nuevamente en ramos verdes…
Y los versos de Pablo se repitieron una y otra vez…
Y se siguieron cantando una y otra vez…
Y retumbaron como tambores en escuelas y carpinterías, en bosques y mediodías, en trenes y bocacalles, en ruinas y naufragios, en eclipses y sueños, en alegrías y cenizas, en olas y guitarras, en ahoras y mañanas… una y otra vez… una y otra vez… una y otra vez… una y otra vez…

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